3/3/10

Acontecimientos en uno de esos días balanceados.

(El diálogo que figura a continuación es un pequeño extracto de un diálogo mucho más extenso que tiene lugar entre un chico y ella. Se supone que el chico siente algo muy especial por la chica, pero ella trata de comprobarlo de alguna manera no verbal, es decir, con demostración de algún tipo, porque no le merece mucha fiabilidad).

(...)
- ¿Cuándo es tu cumpleaños?, hablando un poco de todo. ¡Felicidades por adelantado!
- ... Acabas de joderlo todo, hablando en serio.
- Joder, no me mires así...
- Al menos no sabes lo que ha pasado por mi mente.
- No seas así, ni siquiera sé cuando es el de mi madre. No tengo memoria para eso, en cambio para los teléfonos sí. ¡Lo siento!
- ...
- ...
- Es penoso, sobre todo teniendo en cuenta que mi cumpleaños ya ha pasado. Dejemos el tema.
- Joder, me siento una puta mierda. ¿Por qué no me lo dijiste el otro día cuando te lo pregunté?
- Ya da igual. El otro día te mandé a la mierda, asi que comprenderás que no era un buen momento para decirte cuándo era mi cumpleaños, cosa que deberías saber hace años. Bueno, en realidad, no entiendo ni cómo te atreviste a preguntármelo.
(...)
 
Y, por si esto hubiese sido poco, dos horas de autobús con una tía hablando en tono lo suficientemente alto como para que todos los que íbamos en el autobús, además de ella, estuviéramos enterándonos de todo lo que iba diciendo. Sí, porque no metió la lengua en el paladar en ningún momento durante esos ciento veinte minutos de viaje. Encima, usaba un lenguaje nauseabundo. Joder, llegó un momento que tuve que contenerme y no girarme en mi asiento para decirle: "Qye, hablo por todos los del autobús, haz el favor de callarte. Gracias". Vale, lo reconozco, las primeras palabras que surgieron para esa frase no eran esas, pero se trataba de conseguir un efecto deseado, asi que era mejor emplear términos más suaves. Al final, pasé, me puse los auriculares y estuve escuchando la radio.



Y cuando todo parecía indicar que se trataba de un día insalvable, entonces, justo en ese momento, sucede algo que hace que me olvide de todo ese cabreo reconcentrado. Mi profesor, en medio de una sala repleta
de personas, se dirige hacia mí con una copa de vino tinto en su mano derecha. Se sitúa delante mía, se inclina ligeramente porque yo estoy sentada en mi lugar como espectadora, y me la ofrece con una de esas sonrisas suyas que surten efectos curativos instantáneos en mí, por lo visto. Me mira fijamente, unos tres segundos, a los ojos, al mismo tiempo que la copa pasa a estar en mi mano. ¿Magia? No sé, puede, al menos me la imagino muy parecida.

1 comentario:

  1. Vaya... me ha impresionado la escena del profesor que te ofrece una copa de vino... Parecía mágico, no sé...

    Yo también espero que no sea tan imposible como parece...

    ResponderEliminar