23/3/10

Movida casi etílica.

Hace bastantes años que dejé atrás la etapa de hacer las cosas porque era lo que todos hacían, por ser una más, por ser aceptada, por sentirme parte de un grupo.
Las cosas fueron cambiando y empecé a darme cuenta de una realidad que ya venía delineándose. Salvo en ocasiones especiales y puntuales, no solía encontrar diversión en una discoteca y, a medida que iba tomando conciencia de mí misma, poco a poco, me iba importando menos si todos salían de fiesta, por ejemplo, y yo no.

Mi vida ha tenido una sucesión atípica, por decirlo de algún modo inespecífico. Es evidente que mis circunstancias, como a todos, han determinado en gran parte mi personalidad, mis tendencias hacia unas cosas y mi aversión hacia otras.

En el fin de semana, vinieron amigas, desde distintos puntos geográficos, a visitarnos. Claro, todas venían deseando salir de fiesta. Se habían pasado semanas haciendo planes y hablando sobre esto, asi que tuve tiempo de ir haciéndome la idea de salir con ellas cuando vinieran.
Sin embargo, llegó el día y no me encontraba muy motivada para hacer un esfuerzo por otras personas que no iban a ser capaces de darse cuenta de lo que tenía intención de hacer por ellas.
Entonces es cuando entran en escena lo que yo llamo impulsos mentales. Sì, esos que hacen que, en el último momento, te dejes llevar a ver qué pasa, a ver si, por una vez, las cosas cambian. No, es un error, ya. Lo que esperas, en realidad, es que las personas sean las que cambien, y eso, obviamente, no sucede.

Y salgo.

A las cuatro de la madrugada, ya había perdido de vista a casi todas y me encontraba, medio atolondrada, sumergida en una amorfa masa humana y envuelta en un ruido indeseable y ensordecedor fruto de la fusión de la música y la infinidad de voces diferentes que se solapaban a mi alrededor.
Vi, aunque a distancia de donde nos encontrábamos nosotras tres, que ella se desplomaba y caía al suelo.



Me acerqué y comprobé que estaba semiinconsciente. Con ayuda de otras dos, la sacamos a la calle para ver si se le pasaba. Mientras tanto, intentamos localizar a todas las demás, que aún seguían dentro y ajenas a todo lo que estaba ocurriendo.
Ella no vomitaba nada y la semiinconsciencia no parecía remitir.

Al rato, cuando ya todas estábamos fuera, empezó el drama. Unas se pusieron a llorar, otras estaban más ebrias que sobrias, asi que no se enteraban mucho de la historia.
Claro, las decisiones para la misma de siempre.
La ambulancia apareció cuando ella estaba empezando a tener convulsiones, pero no llegó a ser un coma etílico, por suerte.

A las ocho de la mañana, por fin, después de una eterna e infernal noche de hospital entre llantos, vomiteras y lamentaciones mentales, entramos por la puerta de casa, todas, sanas y salvas.

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